martes, 11 de febrero de 2025
La pintura, el dibujo, son profundos, oscuros, la palabra es la soga que me ayuda a emerger de las profundidades para poner claridad, aire, luz, límites, respirar,
el dibujo bucea profundo en tierras
desconocidas, abismos en donde flotan oscuros seres de otros mundos con ojos
fantásticos, rostros desgarradores,
ojos que quieren hablar y contar
historias de dolor, de sufrimiento,
quieren hablar, decir, gritar lo
que no pueden conjurar más que mirando en un trazo que los refleje, tanta nada
de todos los días, miseria de la existencia que nada y nada en regiones de
aguas oscuras y se sofoca y se ahoga y no sabe por qué está, no sabe nada, pero
sigue y escribe y dibuja y habla por teléfono como si tal cosa
y la vida va y viene como una línea, un
murmullo gris, un sonido roto, una caricia que nunca llega, nunca llega,
mientras los días pasan y la vida persiste y se enciende una vela en el fondo
del alma que ilumina el cielo de la medianoche para mantener la esperanza, la
soga que hace emerger el día, la esperanza, esa sonrisa del alma, el día sin
pensar en que amanezco sin darme cuenta y está el cielo gris como me gusta y un
aire húmedo y algunos pájaros y tal vez llueva, tal vez llueva de nuevo, de una
vez en el corazón y se alivie la pena que guardan los días de las sombras, la
negrura, la negrura blanda de dónde venimos.
Después de
tantas palabras que agitaban la noche, comprendí que contemplando la luna de febrero
podía dejarme llevar hacia ese estado anterior al sueño, en el que las ideas se
esfuman mientras algunas visiones resplandecen más claras, a salvo de la
confusión del día. Impávida pero contenedora, amenazante a veces, la luz
plateada se refleja en algunos rostros cuando piensan en cuidar a alguien y
protegerlo de todo mal, que esté a su alcance.
Llegó el
tiempo de aprender a caminar de nuevo, de habitar nuevas ciudades, destilar
palabras que emerjan desde lo profundo del agua barrosa, palabras que la luz
atraviesa en medio del silencio y con antiguos códigos transmiten mensajes de
un mundo perfecto desde lo imperfecto. Desde la grieta de la antigua herida
surge la huella dorada como recuerdo y señal de lo vivido, para no olvidarlo y
compartirlo, poblar de carteles luminosos las rutas y caminos con manos que
señalen el cielo, con raíces de ombúes desde donde anclarnos para albergar
pájaros que despidan el día en los atardeceres.
Voy al mar
todas las tardes, camino descalza en la arena hasta el agua y juego con la
espuma que va y viene. Las gaviotas vuelan a lo lejos y se respira una brisa
fresca que estimula. El sol es suave a esta hora, el cielo se va volviendo de
un color entre rosa y anaranjado a medida que atardece. La playa está desierta,
solo se oye el murmullo de las olas en su eterno retorno. La profundidad del
azul se extiende sin límites. El mar, ese misterio de dónde venimos al que viajo
en silencio cada tarde desde mi solitaria habitación. En las sombras de la
pared, en el ir y venir de las cortinas y en el eco de los sonidos de los
automóviles y el tren, el mar también va y viene y nos unifica, vive en
nuestras mentes y en los sueños a donde viajamos por las noches. Sin saberlo,
el mar nos envuelve y acuna y volvemos a ser niños que esperan nacer.
La
maravilla de los días y las noches que se repiten y nunca vemos, la alternancia
de los opuestos que habita la naturaleza respirando incesante y acechando
presencias, sonidos sutiles, mientras la realidad danza y es distinta para cada
ser, un caleidoscopio de imágenes que crean y deshacen historias en la película
en que somos el protagonista, un halo de luz nos rodea mientras recitamos
parlamentos ensayados pero vacíos, defendiéndonos de las contingencias con la
armadura que esconde nuestro verdadero rostro, ese que vemos de pasada en el
espejo por las mañanas cuando estamos sin maquillaje y nos pregunta quiénes
somos y vamos a ser.
El silencio
y la paz del verano, como un domingo permanente en el que los días reposan y el
alma respira contemplando el cielo, las palabras que nos pueblan se expanden
abriendo espacios, para contar historias de nuevos países a recorrer, las
palabras amadas que sostienen la Vida y la pueblan de sentido, o lo intentan al
menos en cada mañana, cuando se organizan en un armazón de ideas que nos
sostienen y constituyen en el espacio vacío, minúsculas partículas que danzan y
nos dan identidad, voz y rostro, ondas en el aire que definen siempre quiénes
podríamos ser si abriéramos el alma al viento de los amaneceres que traen
nuevas posibilidades de hacer algo que justifique que estamos erguidos y
sigamos caminando pese a tantas caídas, que lo sigamos haciendo bajo la Luz de
una estrella que nos espera para que un día, en el silencio de la presencia del
Amor, seamos por fin lo que vinimos a ser.
A veces me
parece que soy un pájaro percibiendo el cambio de luminosidad de la tarde, la
leve brisa que anuncia la lluvia cuando vuelan de un lado al otro para
resguardarse en sus nidos. Cada mañana reciben el día con agradecimiento,
mientras cantan con toda el alma. Lo despiden por la tarde en una antigua
ceremonia nostálgica, quién sabe si tienen certeza de que habrá otro amanecer
para ellos.
Cada martes
y jueves a las tres de la tarde preparaba el portafolios con témperas y lápices
de colores y llevando mi carpeta de dibujo número seis como escudo, me disponía
a caminar las doce cuadras que me separaban de la Academia Konrad, de la Sra.
De Hurtado. A eso de las cinco volvía para merendar, hacer los deberes y mirar
las novelas de la última hora de la tarde.
Era un
clásico pasarme los sábados desde las dos hasta las seis terminando mis
dibujos, mientras en el televisor pasaban alguna película de Tarzán.
Si los materiales hoy son caros, imagino cómo lo serían antes, no sé cómo haría mamá para comprarlos.
Caminé esas doce cuadras durante muchos años, cruzando la plaza de Punta Alta en diagonal, desde los diez hasta los diecisiete, ida y vuelta. La carpeta crecía y cuando venían visitas era un clásico que se las mostrara, a pedido de mis padres, para mi fastidio. Mi pasión por el color viene desde aquellos años, cuando contemplaba con respeto los cuadros con flores que la Sra. de Hurtado había pintado y decoraban las paredes del sencillo garaje que era la Academia Konrad, por donde tantos niños/as y jóvenes pasamos en aquéllos años.
A veces el
sol sale recién al atardecer. Después de todo un día de lluvia el cielo se abre
y él resplandece para despedirse con una sinfonía de colores que borra los
recuerdos de las horas pasadas. Quién sabe si saldrá mañana, ni siquiera los
pájaros lo adivinan, aunque por las dudas preparan sus nidos para guarecerse
como yo escribo estas letras para no olvidarme que el futuro no está escrito ni
en los cielos ni en la tierra y que los soles y las lluvias seguirán su camino
hasta el fin de los tiempos, cuando el silencio vuelva y el último latido del
Cosmos se detenga en un acorde secreto.
Creo que heredé de
papá la percepción del tiempo de los campesinos, esa parsimonia por dejarlo
correr. Uno tras otro los días son iguales, pero distintos. Una pátina los baña
desde lejos cuando lo recuerdo, un manojo de fotos en donde recorre el mundo
con su moto y el casco amarillo, mientras saluda a las vecinas.
El verano no era más
que eso. Leer de mañana en el patio, a la sombra de la enredadera, bañarnos en
la pelopincho, andar en bicicleta, cenar en el patio mirando las estrellas. Las
siestas eran largas y los libros también, desplegaban el mundo que nos
prometían para cuando fuéramos grandes. El verano era eterno y empezaba justo
el día después de mi cumpleaños, con los restos de pan dulce y el turrón que
tanto me gustaba. Era pacífico el verano, como un mar cálido en el que
flotábamos, sin que existiera el tiempo.
Cuando no había nada, en el silencio había una palabra escondida, un antiguo eco,
un mantra oculto que fue despertando los días en un tiempo sin soles ni noches.
Secreta palabra que inundó el vacío con una sonrisa.
El deseo de ser se hizo flecha en el aire y partió el mundo en dos como una manzana
que mágicamente empezó a florecer.
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