El verano no era más
que eso. Leer de mañana en el patio, a la sombra de la enredadera, bañarnos en
la pelopincho, andar en bicicleta, cenar en el patio mirando las estrellas. Las
siestas eran largas y los libros también, desplegaban el mundo que nos
prometían para cuando fuéramos grandes. El verano era eterno y empezaba justo
el día después de mi cumpleaños, con los restos de pan dulce y el turrón que
tanto me gustaba. Era pacífico el verano, como un mar cálido en el que
flotábamos, sin que existiera el tiempo.
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