domingo, 1 de enero de 2023

 Hizo falta el encierro de la pandemia para que, al ver imágenes del mar por televisión, me preguntara cómo lo había ignorado durante largos años. Me parecía ser una especie de animal impetuoso, incansable. Me prometí entonces que en las próximas vacaciones iría a visitarlo.

Al llegar, el mismo desconcierto de siempre. Esa experiencia inasible en la costa, ese ir y venir inexplicable, la fascinación mezclada con un poco de miedo. Me digo entonces que no lo puedo comprender, que ante él deben caer todas las barreras de la conciencia.

Puedo pensar y comprender que es el origen de la vida y que en sus fosas submarinas existen mundos desconocidos. Puedo preguntarme qué hay detrás del horizonte que estoy mirando. Puedo explicarme por qué el sol se pone en el mar y el movimiento de las mareas. Puedo tranquilizarme diciendo que, después de todo tiene límites y que, si seguimos así, de a poco le seguirá ganando terreno a la costa. Puedo sentirme ajena a la cultura de bronceador y sombrilla, de reposera y tejo.

Pero de nuevo me rindo al contemplarlo, mientras abrazo, protegiendo del viento, a la niña que hace tiempo jugaba en la arena, a la mujer que naufragó en la tormenta tantas veces, pero nunca dejó de confiar en sus fuerzas para salir a flote y a la que lo sigue haciendo empecinadamente mientras escribe.




 Hace más de diez años que estoy en pareja con un coleccionista, y tengo que reconocer que me llevó mucho tiempo comprender la esencia de es...