viernes, 28 de junio de 2024

Como casi todos los chicos, no tomaba mate en mi infancia. Ese ritual que tenía papá cuando todavía ni había salido el sol, de hacerlo sentado en un banquito frente a la ventana, mirando el patio, quién sabe pensando en qué, para más tarde cebarle algunos a mi mamá, que todavía estaba en la cama, mientras charlaban bajito, escuchando las primeras noticias del día, en la radio. No, los chicos no tomábamos mate, salvo alguna vez a las perdidas, uno muy lavado. No llegábamos a entender, creo, el misterio de esa ceremonia, quizás más profunda cuanto más solitaria es. Lo que sí disfrutaba era cuando a veces, después de cenar, mamá preparaba té de hierbas en un jarrito de loza, con bombilla incluida y haciendo una ronda, tomábamos un sorbito cada uno, lo que prolongaba la sobremesa, para mi contento. Creo que veía a mis padres como los jefes indios de una pequeña tribu, que en lugar de pipa de la paz, compartían el jarrito aromático con nosotros. Conversaciones mediante, la noche serena nos cobijaba, antes de irnos a dormir.

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