El arte tiene un lenguaje propio, que para los /as que lo desconocemos, nos es inaccesible, si no fuimos educados en él. Sin embargo, nos conmovemos intuitivamente ante ciertas imágenes, más o menos realistas, más o menos elaboradas, seguramente mucho más valiosas desde el punto de vista de la creación artística, unas que otras.
Se nos dijo, y se trató a veces, de que respondiéramos ante determinadas exigencias, para dibujar o pintar. Se nos dijo que no estaba bien usar tantos colores juntos, que a los colores había que crearlos y no usarlos directamente del pomo, que siempre pusiéramos intención, elección. Se nos dijo que los locos no pintaban...
Pero también se nos dijo que no pensáramos, que dejáramos ser a la pintura. Que si aparecía una imagen, no la tocáramos. Que la pintura nos iba a ir diciendo cuándo teníamos que irnos.
A esos los amamos. Nos rescataron y nos liberaron. Nos dejaron ser y brillar sin condicionamientos. Tener voz. Gritar o llorar con los pinceles. Y amar, sobre todo. El color, nuestra propia, oculta y necesaria belleza, necesaria para sobrevivir en un mundo inhóspito.
Nunca supimos dibujar, ni pintar, ni hacer logradas composiciones. Sólo hicimos lo que hicimos, porque teníamos algo para decir.
Y por eso lo seguimos haciendo.
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