sábado, 7 de noviembre de 2020
La costumbre de los domingos era ir a visitar al panteón la tumba de mi abuela. Como era subterráneo, lo que potenciaba su aspecto lóbrego, se bajaba por una larga escalera de mármol blanco, sin descansos, que me parecía inmensa, dándome vértigo. El edificio era de estructura circular, con pasillos que desembocaban en el centro del mismo. Iba con mis papás y hermanitos, en solemne procesión, y mientras mi mamá cambiaba las flores y miraba a la lápida gris con una mezcla de tristeza y reproche hacia su madre, que se había ido demasiado pronto, yo iniciaba aventuras audaces, corriendo por los pasillos mortuorios. Fantaseaba con la idea de perderme, algo que pese al imaginario peligro, me excitaba. Sin embargo, en unos pocos tramos retrocedía sobre mis pasos, al lado de mis padres. Al volver a casa, nunca era suficiente el agua y el jabón para lavarnos las manos. Creo que con ese rito, intentábamos alejarnos de la muerte, de cuya mansión triunfal veníamos.
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