Cuando alguien moría, en el velatorio competían las coronas de flores. Yo me divertía comparando cuál era la más linda, la más grande. Una vez realizado el entierro, quedaban apiladas en la entrada del panteón, y me daba tristeza verlas así, abandonadas, tan caras y bonitas. Al volver un par de días después, solo quedaban unos pocos restos en el lugar en donde habían quedado al descuido, en general, algunas cintas violetas escritas en letras doradas. Creo que eso iniciaba de algún modo oscuro la asimilación de la pérdida, la desaparición de la ofrenda con la que habíamos intentado despedir a alguien que nunca se iría del todo. Hoy pasé por un puesto de flores y me sorprendió ese olor antiguo y húmedo de rosas marchitas. Siempre la muerte acecha en el lugar más inesperado.
viernes, 6 de noviembre de 2020
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