domingo, 26 de mayo de 2024

 Mi potus se estaba ahogando. Vivimos juntos desde hace casi veinte años. Cuando llegué a la casa en donde él ya estaba, vivía en el agua. Esa casa se fue haciendo mía y lo planté en la tierra, en su maceta blanca. Custodiaba mi cama, trepando por la pared sobre mi cabecera. Regaló gajos y tuvo hijos. Cuando me mudé, quedó como guardián y recibió a los visitantes. Hace unos años, volvió a vivir conmigo. En la nueva casa le tocó un lugar un poco más oscuro, lejos de la ventana. Por él la abrí cada mañana, para que siguiera absorbiendo los rayos de luz. Mi potus acompañó siempre mis sentimientos, él sintió siempre conmigo, y cuando estuve triste, siempre alguna que otra hoja amarilla apareció. Este último tiempo fue difícil. Y también para él. Día a día veía cómo aparecían hojas amarillas, que yo iba desprendiendo, preocupada. El peso que siempre supo sostener con gracia, lo sobrepasaba. Hace una semanas lo podé un poco, pero no hubo caso. Hoy a la mañana no aguanté más, bajé la maceta y la di vuelta, sosteniéndolo entre mis manos, para darme cuenta que se estaba ahogando. Esos días tan húmedos habían hecho estragos, y en mi desatenta oscuridad lo seguí regando, pero él no pudo más. Con decisión entonces, empuñé las tijeras y corté las raíces. Es tal su nobleza que prometió volver. Resistió el trasplante, el cambio de tierra. Un poco despelechado luce en su maceta de siempre, con escasas hojas, él, que era la envidia de las otras plantas. Suspira aliviado, libre de ese peso, respira de nuevo esperando al sol. Sus hijos tendrán un destino de suelo, junto al edificio, en donde harán amistades con pájaros y mariposas. La vida perdura, murmura bajito, lo susurra al paso, en cada ocasión.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

 Como el colectivo se detuvo, pude ver con detalle la escena. Un hombre caminaba lentamente de la mano de una niña, de unos cuatro años, que...