domingo, 26 de mayo de 2024

 A mi bisabuela Anita

Una siesta de verano, en ese lapso de semi-lucidez que tenemos cuando no estamos ni dormidos ni despiertos, vi claramente en el entrecejo, el rostro lleno de surcos de una mujer anciana. De piel oscura, con rostro de pájaro y mirada de profunda tristeza en los ojos negrísimos. Un pañuelo de viuda atado en la nuca y un reproche mudo por haber olvidado su nombre y la huella de su sangre en la mía. No conozco casi nada de ella, solo tengo algunas fotos en donde ríe, junto a su esposo y su hija, mi abuela Esperanza. Tal vez, haya elegido ese nombre para convocarnos a no olvidarla, a conservar la memoria que, aunque se haya silenciado, perdura en esos lugares íntimos a donde vamos en sueños y nos es revelada nuestra identidad. Su reflejo nos espera en penumbras y se esfuma cuando nos acercamos demasiado, pero en el olor a leña de los eucaliptos, aparece de tanto en tanto y sin saber por qué, nos hace conmover.

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