sábado, 5 de diciembre de 2020

 A eso de los siete años, me regalaron un juego de magia. La verdad es que no me impresionaron demasiado los trucos, salvo uno de ellos, que proclamaba al mejor estilo bíblico, la posibilidad de "convertir el agua en vino". Consistía en trasvasar el contenido de uno de los vasitos al otro varias veces, y de este modo sucedía el milagro, en donde el líquido transparente, o sea, el que simbolizaba el agua,  se tornaba color púrpura, tranformándose en un supuesto vino. El juego advertía seriamente sobre el peligro de ingerir las mezclas, como corresponde. No sé bien en qué consistía el sencillo experimento, probablemente en jugar con la acidez de los líquidos en presencia de un indicador de pH, frente al cual cambiaban de color. No me interesaba mucho la magia, pero en ese infantil juego de los tubitos nació mi amor por la química.

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