sábado, 10 de junio de 2023

 Siguiendo con las historias de infancia, recuerdo el año previo a mi primera comunión. Periódicamente nos hacían confesar. Después de una larga fila, nos arrodillábamos frente al sacerdote. Tengo que decir que no me gustaba nada esa postura, pero resignada, ni la cuestionaba. Obviamente, nuestra altura y vocecitas infantiles no eran adecuadas para usar el lateral del confesionario, con la ventanita con agujeritos que tapaba el rostro (lo que me hubiera encantado).

Semana tras semana confesaba mis pecados, que eran fundamentalmente dos, creo que en igual orden de gravedad: me olvidaba de rezar a la mañana y me peleaba con mi hermanito. El sacerdote, con una semisonrisa solemne me decía siempre lo mismo: que en unos años, cuando tuviera veinticinco (para mí, una eternidad), iba a ser una parte valiosa de la comunidad. A continuación me bendecía y me mandaba a rezar un padrenuestro, avemaría y gloria, que, milagrosamente, lavaban (aunque fuera por el momento), mis pecados. No estaba muy segura de cómo funcionaba ese mecanismo, pero lo cumplía obedientemente. Sin embargo, no podía evitar volver a cometer siempre los mismos dos (y únicos) pecados. Vuelta a confesarme, palabras admonitorias, bendición y rezo.

La primera comunión llegaba y ahí quedó la foto de mis ocho años, retratando ese momento: el sacerdote dándome la hostia consagrada, mientras yo miraba embobada al monaguillo, que me gustaba desde hacía tiempo y que por fin tenía tan cerca.

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