viernes, 24 de julio de 2020
Empecé a tomar mate a los 19. Por ese entonces, lo hacía cebando con una pava blanca enlozada, con florcitas. Como lo hacía mientras estudiaba, cada tanto me levantaba para calentar el agua, arreglarlo un poco, y era una excusa para descansar y estirar las piernas. Algunas personas trataban de convencerme de las ventajas de reemplazar la pava por un termo, y yo los miraba como quien no entiende nada en relación al cebado, despreciando a ese extraño artefacto. Mediados los 90, me pasé al bando del termo, una vez que me convencieron de sus virtudes, que sigo apreciando hasta hoy. Los amantes del progreso intentan ahora convencerme, para mi horror, de las virtudes de la pava eléctrica. Nunca podré hacerles comprender a estos individuos el pacto silencioso que se establece entre el cebador y su pava, que se va calentando de a poco, y emitiendo sonidos característicos que van indicando la temperatura del agua justa para empezar a cebar. Y como se empieza de a poco, con el agua no muy caliente, para evitar que la yerba se queme. Sabemos bien de la ceremonia del té y todos sus protocolos orientales, pero los argentinos no tenemos nada que envidiarles al momento de preparar el mate. Ese momento glorioso, tan sencillo como profundo, de encuentro con uno mismo.
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