En algún recodo de la memoria quedó guardada esta
escena, perturbadoramente bella. Un hombre vestido de rojo es sostenido desde
los pies sobre un inmenso embudo y lentamente va siendo pulverizado.
Posteriormente le toca el turno a una
mujer. No hay dolor, todo es como tiene que ser.
Mi identidad se fue convirtiendo en polvo en ese tiempo
quebrado. Atravesé para siempre un espejo que me separaba de un mundo más complejo del que conocía. Como un rompecabezas
desarmado en medio de una montaña rusa, las piezas cayeron desde la altura haciendo
imposible reconstruir la imagen original. Cada fragmento de la realidad me
hablaba en un lenguaje nuevo y yo
bautizaba a los objetos con la alegre inocencia de una mujer de hace milenios.
En momentos donde el tiempo se aceleraba hasta límites
descomunales, hubiera querido
refugiarme en el útero materno. Girar sobre mí misma en un movimiento envolvente
que me introdujera en ese universo primordial. La piel es el último resguardo
frente al mundo, me repetía mientras conversaba con un insecto. Una familia
feliz me esperaba en una isla lejana para fundar una civilización amable.
Con
más dudas que convicciones aprendí a caminar de nuevo con la cautela de un
felino hacia el horizonte de la adultez. Como un caballero andante, velé mis
armas en la noche a solas y aprendí a esperar.
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