domingo, 4 de agosto de 2019


En algún recodo de la memoria quedó guardada esta escena, perturbadoramente bella. Un hombre vestido de rojo es sostenido desde los pies  sobre  un inmenso embudo y lentamente va siendo pulverizado. Posteriormente le toca  el turno a una mujer. No hay dolor, todo es como tiene que ser.
Mi identidad se fue convirtiendo en polvo en ese tiempo quebrado. Atravesé para siempre un espejo que me separaba de un mundo más complejo del que conocía. Como un rompecabezas desarmado en medio de una montaña rusa, las piezas cayeron desde la altura haciendo imposible reconstruir la imagen original. Cada fragmento de la realidad me hablaba en un lenguaje nuevo  y yo bautizaba a los objetos con la alegre inocencia de una mujer de hace milenios.
En momentos  donde el tiempo se aceleraba hasta límites descomunales,  hubiera querido refugiarme en el útero materno. Girar sobre mí misma en un movimiento envolvente que me introdujera en ese universo primordial. La piel es el último resguardo frente al mundo, me repetía mientras conversaba con un insecto. Una familia feliz me esperaba en una isla lejana para fundar una civilización amable.
 Con más dudas que convicciones aprendí a caminar de nuevo con la cautela de un felino hacia el horizonte de la adultez. Como un caballero andante, velé mis armas en la noche a solas y aprendí a esperar.

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