Uno de los mayores atractivos de Buenos Aires son sus cafés. Como en general, los porteños (nativos o por adopción, como es mi caso) tenemos que realizar viajes extensos, de un extremo al otro de la ciudad, siempre buscamos un café cercano para sentarnos y descansar. Los hay de distintos tipos. Desde las modernas cadenas de café, distribuídas estratégicamente en toda la ciudad, hasta los bares más antiguos, atendidos por sus dueños. En mi caso, me especializo en cortados o café con leche con medialunas. Así junto fuerzas para entrar a dar clase, o las repongo al salir de ellas. Uno puede estudiar, escribir, leer el diario, o, lo más lindo, sentarse al lado de la ventana y mirar pasar la gente o juntarse con amigos para charlar sobre cómo podemos hacer para sobrevivir en un mundo que gira al revés. A los que lean este texto, les pido perdón por todos los lugares comunes que tiene, lo que pasa es que hoy me siento muy especialmente parte de un lugar muy común que desconozco y del que no puedo escapar más que escribiendo.
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