En mi armario tengo una tosca cuchara de madera de formas irregulares;
el artesano que me la vendió me contó que la había tallado con un tronco de
lenga que flotaba en el lago Puelo. A su lado
descansa un pequeño cubierto de metal con la figura de un cisne grabado, que se
amoldó infinitas veces a mi lengua cuando intentaba quedarme con los últimos
restos de dulce del frasco. Ningún temor me invade cuando su forma redondeada
toma contacto con mi boca. En comparación, los tenedores me parecen
instrumentos agresivos, con extremos puntiagudos de dudosa moral. Imagino a hombres prehistóricos intentando
esculpir en piedra a las antecesoras de estas piezas cóncavas para transportar
sus alimentos. Fundidas en metal, llevaron hortalizas y legumbres, sopas y
postres a la mesa de pobres y ricos. Por las noches, sueño con mujeres armadas
con cucharas que revuelven guisos en eternos círculos humeantes.
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