sábado, 10 de junio de 2023

 Siempre creí que a los muertos hay que dejarlos en paz. No hablo de los muertos en general. Todos conocemos personas que en vida fueron deleznables y capaces de las peores acciones. No me refiero a eso. Me refiero a mis muertos: a mi papá, mis abuelos, tíos e incluso mi novio de juventud, que falleció tempranamente. Nunca quise juzgarlos, solo tratar de entenderlos. Entender que desde ese número preciso de inhalaciones y exhalaciones que tuvieron, hasta que llegó la última; desde esa cifra exacta de palabras pronunciadas y pasos dados, hacia adelante o en retroceso, o cuando se quedaron quietos, inmóviles, sin saber qué hacer, hasta que su último latido cesó, en todos esos momentos tomaron decisiones, o se dejaron llevar por lo que creían era correcto, o tal vez ni se lo cuestionaron, actuaron, como hacemos todos, acertaron y se equivocaron, nos protegieron y nos abandonaron, sobre todo desde ese último día en que se fueron, cuando ya no volvieron, para terminar de decirnos las cosas pendientes, respondernos lo que nunca se nos ocurrió preguntarles y sobre todo, abrazarnos, sabiendo que, bajo este cielo, era la última vez que lo hacían.

 Siguiendo con las historias de infancia, recuerdo el año previo a mi primera comunión. Periódicamente nos hacían confesar. Después de una larga fila, nos arrodillábamos frente al sacerdote. Tengo que decir que no me gustaba nada esa postura, pero resignada, ni la cuestionaba. Obviamente, nuestra altura y vocecitas infantiles no eran adecuadas para usar el lateral del confesionario, con la ventanita con agujeritos que tapaba el rostro (lo que me hubiera encantado).

Semana tras semana confesaba mis pecados, que eran fundamentalmente dos, creo que en igual orden de gravedad: me olvidaba de rezar a la mañana y me peleaba con mi hermanito. El sacerdote, con una semisonrisa solemne me decía siempre lo mismo: que en unos años, cuando tuviera veinticinco (para mí, una eternidad), iba a ser una parte valiosa de la comunidad. A continuación me bendecía y me mandaba a rezar un padrenuestro, avemaría y gloria, que, milagrosamente, lavaban (aunque fuera por el momento), mis pecados. No estaba muy segura de cómo funcionaba ese mecanismo, pero lo cumplía obedientemente. Sin embargo, no podía evitar volver a cometer siempre los mismos dos (y únicos) pecados. Vuelta a confesarme, palabras admonitorias, bendición y rezo.

La primera comunión llegaba y ahí quedó la foto de mis ocho años, retratando ese momento: el sacerdote dándome la hostia consagrada, mientras yo miraba embobada al monaguillo, que me gustaba desde hacía tiempo y que por fin tenía tan cerca.

 Hace más de diez años que estoy en pareja con un coleccionista, y tengo que reconocer que me llevó mucho tiempo comprender la esencia de es...