miércoles, 13 de junio de 2018

La vela


Hace unas noches se cortó la luz en mi casa. Sin televisión, ni computadora, ni siquiera teléfono, tuve unos instantes de desesperación, seguramente compartidos con  los afectados por este contratiempo imprevisto. La oscuridad, la soledad y el silencio amenazaban en una sombría conjunción. Entonces encendí una vela con el torpe apuro que me caracteriza en esos casos.  La llama centelleó en la penumbra e inmediatamente la cera empezó a gotear.  Más  tranquila, me dispuse  a preparar la cena iluminada por ese halo amarillento. Mis pensamientos se fueron volviendo más calmos y me encontré así  con la música de los objetos: el sonido del agua al deslizarse por la pileta, el del cuchillo junto a la tabla de madera al picar la verdura. Cada tanto se oía el chisporroteo de la vela que permanecía generosa, transformando su materia en energía, dando una simple clase de física hogareña. En un momento me detuve a mirarla y vi que la cera derretida había adoptado la forma de un pequeño hombrecito.  Estaba sentado sobre el candelero y tenía una cabeza alargada que alimentaba el fuego, torso  y piernas perfectamente delineados. Aunque debía saber que su vida era muy corta, en calma esperaba a la muerte. Decidí  dibujarlo antes de que se esfumara, mientras se cocinaba la sopa.  Su imagen misteriosa quedó plasmada en lápiz en mi cuaderno, esperando que la coloree. Todavía estoy por hacerlo. Esa noche cené y me fui a dormir cuando él desapareció.





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