Hace unas noches se cortó la luz en mi casa. Sin
televisión, ni computadora, ni siquiera teléfono, tuve unos instantes de
desesperación, seguramente compartidos con los afectados por este contratiempo
imprevisto. La oscuridad, la soledad y el silencio amenazaban en una sombría
conjunción. Entonces encendí una vela con el torpe apuro que me caracteriza en
esos casos. La llama centelleó en la
penumbra e inmediatamente la cera empezó a gotear. Más
tranquila, me dispuse a preparar
la cena iluminada por ese halo amarillento. Mis pensamientos se fueron
volviendo más calmos y me encontré así con
la música de los objetos: el sonido del agua al deslizarse por la pileta, el
del cuchillo junto a la tabla de madera al picar la verdura. Cada tanto se oía
el chisporroteo de la vela que permanecía generosa, transformando su materia en
energía, dando una simple clase de física hogareña. En un momento me detuve a
mirarla y vi que la cera derretida había adoptado la forma de un pequeño
hombrecito. Estaba sentado sobre el
candelero y tenía una cabeza alargada que alimentaba el fuego, torso y piernas perfectamente delineados. Aunque
debía saber que su vida era muy corta, en calma esperaba a la muerte. Decidí dibujarlo antes de que se esfumara, mientras
se cocinaba la sopa. Su imagen misteriosa
quedó plasmada en lápiz en mi cuaderno, esperando que la coloree. Todavía estoy
por hacerlo. Esa noche cené y me fui a dormir cuando él desapareció.
miércoles, 13 de junio de 2018
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