miércoles, 2 de junio de 2010
Sopa de letras
Tomaba sopa de letras todas las noches. Con los fideos armaba historias fantásticas, con olor a caldo de gallina. Los pescaba con la cuchara y después intentaba ordenarlos. Cuando una frase no le gustaba se la bebía de un sorbo. Si faltaban letras, siempre quedaba el recurso del plato vecino. Claro que no todos accedían a compartir su cena. María era la más solidaria. A cambio pedía intervenir en el argumento. A ella le gustaban las historias crueles y oscuras que acompañaba con un té amargo. Con el tiempo llegaron a editar un libro. Se vendía en los supermercados, en el estante de comidas rápidas. Los consumidores lo ingirieron a las apuradas, sin enterarse de qué se trataba, como ocurre la mayoría de las veces con esos sobres malditos.
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