En el
patiecito rojo, como lo llamábamos, debajo de la enredadera, teníamos con mi
hermano nuestro improvisado taller mecánico. Nos dedicábamos empeñosamente a
desarmar todos sus autitos de plástico, para luego sumergirlos en una palangana
de metal, en donde los lavábamos en un desbarajuste de carrocerías, ejes y
ruedas, que después era imposible compaginar correctamente. A unos metros
nomás, papá, con los dedos llenos de grasa, armaba y desarmaba su querida
Gilera, mientras un lazo cómplice y silencioso nos unía, en las mañanas de
verano.