Mi primer perro se llamaba Yatasto, en honor a un pura sangre famoso de la década del 50. Le encantaba escaparse de casa y correr por el barrio, como el buen atorrante que era. No recuerdo si fue él, o fue Chicho, el lanudo que vino después, el que me siguió hasta la escuela Parroquial y entró corriendo detrás mío hasta el patio, mientras yo me hacía la desentendida, muerta de vergüenza. Fugitivos de la perrera, que recorría las calles, se adueñaban de ellas cada vez que podían.
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