A veces voy caminando al trabajo, el recorrido tiene zonas más o menos amables, veredas de sol y sombra, de árboles, iglesias, niños de guardapolvo y padres con mochilas.
Autos detenidos con conductores con caras de fastidio, vías más rápidas, y en el centro de una avenida, una plaza, pequeña, con una antigua fuente.
Los vapores de la fuente mezclados con la brisa de la mañana traen recuerdos mohosos a mi mente de los tanques en el campo de mis tíos, en mi infancia, y el molino. Es sólo una fuente. En el corazón de Buenos Aires. Mirarla por un rato, aunque sea unos segundos, permite evocar el recuerdo del agua, del mar, el arroyo, y la vida.
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Recién estuve paseando por un barrio periférico y me crucé con una fuente relativamente moderna en donde no había vapores y aromas de moho, de esos que también aparecen cuando uno levanta una roca en un arroyo serrano. No los busquen allí; en esas fuentes de cemento insípidas, sólo flotan algunos vasos de plástico, en vez de mojarritas.
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